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MEUFFELS: STA. LIDUINA-LYDIA DE SCHIEDAM. CAP. 5-6

CAPÍTULO V
LA TAUMATURGA. 
El Hombre con la espada. 
Al tomar la enfermedad de Liduina un giro de una gravedad increíble con la intensidad de sus sufrimientos, fue cuando también se vio manifestarse lo maravilloso en su vida de mártir. 
Ya al comienzo de su enfermedad un acontecimiento había impresionado fuertemente su familia. Un día, a raíz de una furiosa disputa en la calle cuyas voces llegaron hasta los oídos de la Santa, un hombre entra corriendo en su casa. Acto seguido, le sigue su enemigo espada en mano, alterado y preguntando: “¿Está aquí? – No” contesta con valentía Petronila, que quiere evitar sobre todo un crimen. Pero Liduina, también interrogada, contesta con sencillez: “Sí, está aquí”. Al instante recibe una fuerte bofetada por parte de su madre indignada. Y cosa extraña, aunque el hombre perseguido se encuentra, aquí, cerca de las dos mujeres, a la merced de su agresor, este último es el único en no verlo, y acaba por retirarse – dice Brugman – perplejo y amansado por la respuesta de la pobre enferma. “Buena madre, dice entonces Liduina con ingenuidad, he dicho la verdad porque sabía que la verdad era capaz de salvar este hombre.” El hombre y la madre se quedan boquiabiertos, y Petronila – dicen los historiadores – tuvo este día la sospecha de las grandes cosas que Dios iba a realizar con su hija, y recordó este incidente como un gran consuelo frente a las penas que tantas veces se le venían encima. 
La alimentación de la enferma. 
La alimentación de la enferma también era un prodigio. Al principio de la enfermedad, algo de pan, algunas rodajas de manzana, con un poco de vino, de leche o de cerveza le bastaban. Pronto cualquier alimento para masticar le fue insoportable; se mantenía durante la semana con medio litro de vino con azúcar o un poco de canela. 
Más tardes, se contentó solamente con el agua del Mosa y le parecía “mejor que el más puro vino”. Al final cualquier líquido le era insoportable; ya no conseguía ni tragar las pocas gotas de agua para 
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recibir la santa comunión que, desde algún tiempo, se le llevaba más a menudo. Únicamente la comunión – los archivos oficiales dan fe de ello – será su alimento durante los últimos 19  años de su vida (1414 – 1433). (Nota: Liduina fue constantemente vigilada por los magistrados de la ciudad, a pesar de ser compasivos con Ella. Tened en cuenta que sus intestinos estaban en parte destruidos, es decir incapaces de transformar y reciclar cualquier alimento en energía. Ahora bien, una viña, se alimenta por el aire y sus raíces, no un humano. Y  en este caso, el cuerpo sería, al nivel de la viña, es decir sin un cerebro que tiene que pensar, mantener conversaciones y soportando enfermedades horribles como lo hacía Liduina.) 
¿No era un problema desconcertante para la razón ver que esta enferma no se alimentaba ni bebía, verla sobrevivir a pesar de todo y recibir una multitud de visitantes que venían encomendarse a sus rezos, pedirle consejos, ánimo o consuelo?Su cuerpo deformado, casi en descomposición no era causa de asco para los que la curaban; al contrario, de este cuerpo emanaba “un olor agradable con emanaciones perfumadas”, así como los trozos de carne que cayeron de su cuerpo. No echaba ni orina ni heces, solo frecuentes vómitos.  Y cuando preguntaban a Liduina de donde podían venir las materias copiosas de estos vómitos dolorosos, la enferma preguntaba entonces de donde le podía venir a la viña, que parece seca y muerta durante todo el invierno, toda esta vegetación tan esplendorosa en cada despertar de la primavera. 
Manifestaciones de su Ángel de la Guarda. 
Otros hechos, de otra consideración, no eran menos extraños. El rincón de su cama que tenía habitualmente cerrado (Nota: Cama mueble rodeada de 4 columnas y cortinas) porque sus ojos no podían soportar la luz, mucha veces se llenaba de un resplandor cuya fuerza cegaba los habitantes de la casa haciéndoles creer a las estampidas de un incendio. (Nota: La causa era en este momento la presencia de su Ángel de la Guarda.)
Curaciones milagrosas. 
Un notable de la ciudad – Brugman supo del hecho por este mismo hombre – fue instantáneamente curado por Liduina de una fistula que varios médicos no podían curar.  Un mercader inglés vio como se le cerraba una herida dolorosa en la pierna después de untarla con el agua que había utilizado la Santa para lavarse las manos
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Caso de bilocación. 
Aunque Liduina no salió nunca de Schiedam, y que desde muchísimos años estaba recluida en su cama, hizo al prior de Santa Elisabeth una descripción exacta y detallada de su convento y de la distribución de los diversos edificios. (Nota: Tomas à Kempis cuenta además, que Liduina vio a los ángeles de la guarda al lado de las camas de los monjes.
Liduina adivina. 
Llamó por su nombre un religioso de Eemsteyn desconocido de Ella al mismo instante entrar en su habitación. Al significarle este hombre su sorpresa, Ella le contestó con sencillez: “Dios me ha comunicado vuestro nombre”.  Le pasó lo mismo con un desconocido de La Haya, que vino a verla para preguntarle donde se encontraba su hijo que había abandonado el hogar paterno. Antes de que tuvo el tiempo de abrir la boca, lo llamó por su nombre y nombre de pila, y le reveló que su hijo Henry – que nunca había visto ni conocido- se había marchado a la ciudad de Diest, en el Brabante, y había tomado el hábito de los castrenses; tranquilizó a este padre preocupado y le felicitó por las bendiciones que esta vocación atraería sobre su familia. 
De la misma manera, dio consuelo a Nicolás Wit, prior de los castrenses de Schoonhoven, que le presentó uno de sus jóvenes religiosos, desanimado y desesperado. Cuando llegaron, Liduina se encontraba en plena crisis de cólico nefrítico, y atendió solamente al prior; lo tranquilizó, le recordó su deber de animar a su joven pupilo a la paciencia y de rezar por él; la tentación se alejará, insistió, y grandes compensaciones le serían otorgadas. Y así sucedió más en adelante tal como Ella lo había predicho. Estos tres acontecimientos, Brugman los escuchó directamente de la boca de los religiosos testigos de ello. 
Otro día, Liduina desaconsejó con vehemencia a un armador de embarcarse en su próximo viaje en esta época del año. Este hombre, recurría muchas veces a la santa, y se conformó suyo a este nuevo consejo a pesar de que en realidad molestaba sus proyectos. Y bien pronto, cuál fue su estupor de aprender la noticia que sus barcos donde quería embarcar, naufragaron. 
Una noche del año 1421, rodeada de amigos y parientes, dio la noticia de 
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la catástrofe que ocurría en este mismo instante en la parte meridional del condado de Holanda. Enfurecidas por una tempestad inusual, las aguas normalmente retenidas rompieron los diques de contención del Mosa y del Waals e irrumpieron en torrentes violentos en el triángulo que forman las tres ciudades de Dordrecht, Gorcum y Breda. Entre diez y seis y veinte pueblos de esta región baja y fértil fueron literalmente arrasados; otros muchos fueron destrozados y se calcula a varios miles de víctimas humanas que perecieron ahogadas. Este desastre de ámbito nacional, llamado “Inundación de Santa Elisabeth” ocurrió en la noche del 18 al 19 de noviembre, en las vísperas de la fiesta de Santa Elisabeth de Hungría. Las huellas de la catástrofe, aunque atenuadas por la paciente labor humana de varios siglos, todavía chocan al viajero cuando, entre Breda y Dordrecht pasa por el puente monumental del Moerdyk, una extendida región acuosa entre el Biesbosch y el Holandsch Diep. La Santa, Ella, no pudo más que llorar y rezar con su pueblo. Sus biógrafos cuentan que, esta noche, apareció a una pobre mujer asustada por el ruido de la tempestad. Liduina la tranquilizó, diciéndole que la marea furiosa no iría más lejos. 
Liduina predecía la muerte de ajenos, por ejemplo la de Balduino van den Velde, el sacristán de Ouwerschie. Gracias a sus inspiraciones sobrenaturales podía tranquilizar a una pecadora en penitencia pero siempre arrepentida y preocupada por su salvación; predecir a un pecador, despistado, su muerte próxima con el fin que ponga en orden sus asuntos, y a otro, la cura de sus enfermedades con el fin de tomar medidas para cambiar el rumbo de su vida de pecados. 
La sabiduría de Liduina. 1. 
Un teólogo dominicano queriendo ponerla a pruebas fue a verla para preguntarle sobre los misterios más profundos de nuestra Fe. Cuando recibió por parte de la pobre joven ignorante e inculta unas respuestas tan claras y tan profundas sobre la santa Trinidad y la Encarnación, se quedó maravillado y proclamó a todo el mundo que el espíritu de Dios era el guía de esta sencilla alma. 
Liduina-Gerardo: contactos en la 4ª dimensión. 
Mantenía relaciones, directamente de alma a alma con un hombre santo,
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llamado Gerardo, nativo de Colonia, que vivía de rezos y penitencia en el lejano Egipto según las rudas normas de los antiguos  Padres del Desierto. Fue descubierto alrededor del año 1423 por un obispo de Inglaterra, peregrino de las soledades de Palestina y de Egipto. Este obispo aceptó de ser el mensajero del santo hombre a cerca de Liduina, y una vez allí resintió en el humilde cuarto de Schiedam los mismos sentimientos que en los Santos Lugares o en los desiertos de Oriente. Sin duda nos gustaría conocer el nombre y la proveniencia exacta de este mensajero. Pero Brugman, que nos cuenta con detalles las condiciones de vida del santo ermitaño, no podía, en su época, predecir la preferencia de los detalles históricos de los que le sucederían. (Nota: Meuffels omite las conversaciones entre el obispo y Gerardo, y luego con Liduina. Gerardo se comunicaba con Liduina de alma a alma, - diríamos hoy a un nivel de universo paralelo o de campo mórfico - y manifestó su inquietud al obispo de no verla más desde una tal fecha. Además le pidió de hacer a la santa tres preguntas. Antes de volver a Inglaterra, el obispo fue al encuentro de Liduina, y le preguntó por la razón de esta ausencia de contacto entre Ella y Gerardo. Resulta que a partir de esta tal fecha Liduina, enfadada con Dios, no recibía las visitas habituales de su Ángel de la Guarda. El obispo también le hizo las tres preguntas, y las respuestas de Liduina convencieron al obispo que de verdad entre Ella y Gerardo pasaban cosas realmente extraordinarias. Me sospecho que el silencio de Meuffels respecto a lo ocurrido no está motivado por la ignorancia, sino el recelo hacia los fenómenos considerados paranormales para su época. Hoy en día, muchos de esos fenómenos son del dominio de la ciencia en psicología, y de la nueva ciencia de lo Divino que abarca la naturaleza de “Dios”, el alma humana y sus diferentes manifestaciones tanto en física cuántica como al nivel de los campos mórficos.) 
La sabiduría de Liduina. 2.: El ahorcado. 
Una vez, Jean Pot, el vicario de Schiedam, gracias a su penitenta encuentra la solución a un problema que le traía de cabeza. Une de sus feligreses, un concejal de la ciudad, hombre piadoso y rico, estaba atormentado por angustiosos deseos de suicidio. Cuando ya no podía aguantar más iba a ver al vicario y asistía con fervor a las misas que este daba para liberarlo. Pero el caritativo capellán, así lo llama Brugman, multiplicaba en vano sus adjurátenos, sus rezos y santos sacrificios; la horrible tentación volvía y volvía otra vez como una verdadera obsesión. Cansado, Jean Pot, que conocía desde hace mucho tiempo la sabiduría y las luces extraordinarias de Liduina, va a consultarla. Y Ella, como si nada, 
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aconseja al sacerdote de proceder a una completa confesión de este penitente y de imponerle acto seguido como penitencia el mismo acto que le empuja cometer el enemigo de su alma. Ella bien sabía – dice Brugman- que el demonio nunca aceptaría de transformar en remedio de salvación el veneno que ofrecía a esta pobre alma para asegurarse de su perdición.  Jean Pot, como era de esperar, protesta. No puede aceptar esta opinión, que también Brugman ve más como “un consejo digno de admirar que obedecido: potius admirandum quam imitandum consilium”. Pero con toda tranquilidad y segura de ella misma, Liduina insiste: el demonio, opina, odia tanto Dios y su sacramento que se encerrará en sus propias redes, si su víctima puede presentarle un acto de verdadera obediencia. Jean Pot entonces se convence que la Santa obedece a una inspiración claramente divina; se tranquiliza y decide seguir el extraño consejo. Cuando el concejal vuelve a verlo para comentarle su horrible proyecto, el vicario le impone como penitencia, de ahorcarse. El concejal, por fin contento de esta orden, vuelve a su casa, ata una cuerda a una viga, se rodea el cuello, se sube a una silla, y va a tirarse al vacío. Entonces, de repente los demonios se precipitan sobre él, cogen la cuerda, la rompen gritando: ¿Qué pasa? ¡Aquí uno no se ahorca como tal ni cual! Y lo tiran al suelo entre un muro y un baúl, donde tres horas después lo encuentran sus parientes, todavía contusionado y atónito por el accidente, pero liberado de su tentación. 
Eso es lo que cuenta Brugman. ¿Eso quiere decir que hay que tomarlo todo al pie de la letra? ¿Será de verdad el demonio quién desató la cuerda del infeliz concejal? Sin duda, esta solución va más allá del poder que Dios ha dejado a sus ángeles caídos o pueda dejarles de vez en cuando. Por otra parte, si dibujos antiguos representan el acontecimiento de esta forma simplista, es la interpretación de Brugman en conformidad con la tradición del Medio Evo, pero no nos informa realmente sobre su valor y grado de veracidad.  ¿No ha podido el desenlace hacerse de una manera más sencilla y menos extraordinaria? Este hombre piadoso y obediente, que no había caído en la tentación cuando le parecía un pecado y que aceptó caer en ella cuando se le dio el permiso e incluso la obligación, muy bien ha podido obtener satisfacción de una manera más comprensible. En 
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el último momento, cuando todavía era tiempo, vio disiparse de repente la horrible ilusión que lo cegaba; se dio cuenta de la significación del mandamiento “No matarás”. Cayó la máscara oscura, se hizo la luz, se echó para atrás obedeciendo así a Dios delante el acto criminal que estaba a punto de cometer. Y – como lo dijo Liduina – vencía al demonio con sus propias armas. Ante la orden divina que le apareció entonces en todo su esplendor, su corazón se mantuvo honrado, su voluntad dócil y obediente como siempre lo fue durante toda la tentación. Y desconcertado por el acto horrible que estaba a punto de cometer, cayó desvanecido detrás del mueble donde más tarde lo encontró su familia. Desde luego, que haya sido por efecto natural o sobrenatural la liberación del concejal fue completa y duradera. Este hombre piadoso y obediente de verdad nunca más fue preso del mal sueño que lo había hecho tanto sufrir, y es gracias a la intervención e intuición de Liduina que se convenció de su liberación. (Nota: Otros acontecimientos pueden interpretarse de una manera parecida. Sin poner en duda los poderes sobrenaturales de Liduina, en cuanto a su capacidad de desdoblarse por ejemplo o predecir muertes y acontecimientos, y justamente por esos mismos, - aparte de su sobrevivencia verdaderamente extraordinaria - la gente desesperada que venía a visitarla tenía en Ella una Fe sin límites. Imaginad un momento que Liduina estuviera en la cueva de Lourdes, en lugar del aura de María. ¿Cuantas curaciones  hubieran tenido lugar? Millares. En cuanto a su capacidad de nombrar a desconocidos y desvelar secretos que ellos mismos desconocen, nos deja atónitos. “Dios me lo ha dicho” dice Ella. Esto nos lleva a considerar que en efecto, Liduina estaba conectada a “algo”, o mejor dicho a “alguien” fuera de la percepción corriente humana. El resplandor que iluminaba a menudo su cuarto nos da la solución, aunque reviente nuestra razón. Y es curioso como la religión oficial habla del fenómeno del Ángel de la Guarda. No insiste mucho en ello, como si fuera una molestia para el dogma. Porque insistir en ello oficialmente volvería a afirmar la capacidad humana de conectar directamente con lo divino, bajo condiciones muy estrictas moralmente, por supuesto. La religión prefiere hablar de encomendarse a la influencia de los santos, de Jesús o de María, es decir: algo un tanto lejano y de orden colectivo.)


CAPÍTULO VI
LA EXTÁTICA. 
Elementos de espiritualidad cristiana. 
Hechos tan sorprendentes se comunicaban de boca a boca y otorgaban a 
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Liduina una reputación que crecía día a día. Pero bien pronto, echando en segundo plano estas manifestaciones milagrosas, su vida entera se volvía un continuo prodigio. La historia ve en Liduina una de las grandes extáticas del siglo XV. 
En una biografía no podemos extendernos demasiado en las comunicaciones íntimas que Dios pueda tener con algunas almas privilegiadas. Eso sería restar terreno a la historia en provecho de la teología, y de una teología muy especial como lo es la Mística, con sus difíciles planteamientos y un lenguaje muchas veces diferente entre los autores. En esta complicada trama el historiador debe contentarse de relatar con fidelidad los hechos comprobados y presentarlos los más exactamente posible dentro del curso de la vida del personaje. No obstante, para que los lectores entiendan bien este aspecto importante de la vida de Liduina, debemos recordar algunos elementos de la espiritualidad cristiana. (Nota: Aquí hay una nota muy extensa de Meuffels, que no vamos a reproducir para no ser pesados, pero resaltaremos el principio de las tres etapas de la vida ascética: la Purgativa, la Iluminativa y la Unitiva.) 
La verdadera felicidad del hombre radica en la posesión de Dios, y esta puede realizarse por medio de la inteligencia en conocer a Dios, y en la voluntad de amarlo. Cuando este conocimiento y este amor hacia Dios serán perfectos y definitivos, el hombre habrá alcanzado su fin; será feliz. En este mundo terrenal, su verdadera felicidad consiste en acercar su conocimiento y su amor hacia Dios a la misma intensidad que se manifestarán en el cielo. (Nota: Meuffels es un clero del principio del siglo 20. Aunque de espíritu e inteligencia crítica, - por eso lo hemos elegido, y no a Tomas a Kempis - sus terminologías y parte de su fraseología son clásicas.) Y su perfección moral y su santidad se medirán al esfuerzo que desenvolverá para conformar su libre actividad a la realización de su verdadera felicidad. 
A la lectura de algunos tratados de espiritualidad o de algunas Vidas de los Santos, podría parecer que la santidad es cosa algo complicada y que no puede conseguirse salvo “vías extraordinarias”. Los que piensan así se equivocan. Confunden la naturaleza de la santidad con los favores excepcionales que algunas veces la acompañan. 
La santidad se considera ante todo alcanzada en el amor de Dios y del prójimo, así que este doble amor, según las palabras del divino Maestro y 
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los profetas, es toda Ley. Y para conseguirlo habrá solo un camino: huir del pecado y cumplir con amor la Voluntad de Dios. Así que la santidad está al alcance de todos los hombres, y la vida de San Francisco de Sales o de San Vicente de Pablo nos demuestra con evidencia que la vía simple y ordinaria puede conducir hasta las más altas cimas. 
Que esta vía, aunque ordinaria, tenga sus etapas diferentes, la razón y la experiencia nos lo demuestran. Para poseer Dios, el hombre debe ante todo purificarse de todo lo que ensucia, molesta o debilita; debe huir del pecado, controlar sus pasiones, luchar en contra de sus defectos, sus imperfecciones. Estos diversos ejercicios forman la primera etapa hacia la santidad. En la segunda etapa, la vida de este hombre se ilumina con el rezo, la meditación, el uso de los sacramentos; su conocimiento de Dios se vuelve en una continua oración llena de amor. Y este amor se reafirma en el ejercicio positivo de las virtudes cristianas, en la práctica habitual de las buenas obras; los actos de este hombre son algunas veces heroicos y siempre nobles y generosos. Poco a poco, purificándose y siempre perfeccionándose llega a la unión continua con Dios; en él todos sus pensamientos, deseos y actos son para complacer a Dios, ya no es el hombre, es Dios mismo que parece vivir y actuar por el intermediario de este hombre. 
La disciplina que acabamos brevemente de enseñar es parte del ascetismo cristiano cuyos ejercicios, incluso los más perfectos, son accesibles a cualquier hombre de buena voluntad ayudado por la gracia de Dios. Nos permite hablar de una verdadera ciencia de la perfección o de la santidad, ciencia que, como cualquiera otra, tiene sus discípulos y sus maestros, sus leyes especiales, sus ejercicios prácticos, su método de iniciación lento y progresivo. Tal es, en su verdadera significación, la santidad; tal es el único camino que conduce a ella. 
A parte de eso, para algunas almas la santidad se acompaña de favores más o menos extraordinarios, que en sí mismos no dan fe de un grado más elevado de santidad, pero que Dios otorga para fines que solo Él conoce. El conjunto de estos dones y formas extraordinarias constituyen los santos estados de la Mística sobrenatural. Anticipándose entonces a cualquier intervención del hombre, Dios se complace en inundar su alma 
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de luz y de amor. Este hombre ya no reza ni medita, pero ve, contempla; ya no siente ni quiere, no desea más, pero esta como loco y como borracho de felicidad y de amor. Los sentidos parecen o apagados o dotados de capacidades extraordinarias; el alma parece actuar como los espíritus puros. Ciertamente no es, no puede ser todavía la visión intuitiva, prerrogativa de la otra vida. Pero, con las múltiples formas que lo caracterizan y los hechos maravillosos que lo acompañan, el estado místico sobrenatural constituye para las almas que gozan de ello, la última etapa del “camino” antes de la llegada “final”, la antesala de la felicidad eterna que desafía toda descripción; este estado es, en este mundo, la imagen más fiel que podemos tener, del otro mundo. 
Para las almas privilegiadas, los estados de la vida ascética y de la Mística sobrenatural normalmente se suceden en el orden que hemos presentado. No obstante no es una regla fija. Si a Dios le complace, un pecador, recién convertido, puede llegar al heroísmo y tener visiones. Así que San Pablo, volviendo del tercer cielo, deberá, al igual que un principiante, tener la tentación carnal y dominarla después de mucha lucha. Generalmente estos estados no se excluyen entre sí pero se compenetran, se armonizan maravillosamente. No es como en la iniciación cristiana cuando el candidato cesa de ser catecúmeno al recibir el bautizo; es más bien como en la vida ordinaria donde el hombre guarda algo de los encantos como de los defectos de la juventud, al mismo tiempo que adquiere las cualidades de la edad madura. Por supuesto en esta disciplina de la santidad el hombre participa de la obra divina, pero en realidad es bien Dios quien organiza todas las etapas según su santa voluntad. Sus caminos son diferentes, incomprensibles algunas veces, pero siempre santos y adorables. 
Análisis de las etapas de Liduina hacia Dios. 
Ya desde mucho tiempo, Liduina había recorrido la primera etapa de la vida interior, la del alma deseosa de perfección que se purifica y se aleja de la materialidad del mundo. ¿Además, había experimentado alguna vez el pecado? ¿Durante estos largos años había sentido alguna atracción particular por los placeres vulgares de la humanidad? (Nota: Efectivamente, y el origen humilde y piadoso de su familia la animaba naturalmente a ello. A parte de eso, era una joven normalmente desarrollada, simpática con sus amigas, seria y de 
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espíritu vivo, y los únicos placeres que nos dan a conocer sus historiadores eran sus charlas con María en la iglesia, y el patinaje sobre el canal helado.) 
Bajo la dirección atenta y paciente de Jean Pot adquirió la costumbre de la meditación, la práctica de la Pasión del Salvador, el placer de la comunión, el amor por el sufrimiento impuesto por Dios y aceptado para Él. Sentía desde entonces, en medio de los sufrimientos y desfallecimientos de su miserable cuerpo, la tranquilidad y la serenidad perfecta de un corazón conquistado por el amor divino. Santos impulsos de una voluntad íntegra y generosa respondían a las luces que Dios enviaba a su alma, y así se concretaba para Ella el periodo iluminativo de su ascensión hacia Él. Esta ascensión no se ralentizaba. Poco a poco Liduina realizaba con Dios una unión de las más estrechas que se veía en Ella por su aspecto pensativo, sus oraciones continuas, su ferviente piedad, su angelical modestia. Su paciencia, su sed de sufrimientos alcanzaban el prodigio y para decirlo, llegaban hasta el heroísmo. Y con todo eso, una abnegación, una templanza de alma, una empatía y una caridad verdaderamente conmovedoras; desde su cama – vamos hablar de ello – se hizo la consejera, el genio benefactor de toda la ciudad. Ya se empezaba a menudo a llamarla “la Santa”, su vida tenía todas las características de la perfección moral tal se entienden en las vías ordinarias de la santidad. En su sencilla inocencia no se percataba, y estaba lejos de desearlos, de favores aún más eminentes cuya importancia todavía ignoraba. 
Es alrededor del año 1407 cuando empezaron para Liduina a manifestarse los dones más sublimes de Dios. Desde el año 1399, cuando entendió y aceptó, bajo la dirección de Jean Pot, su vocación especial para el sufrimiento, ocho años habían transcurrido en ejercicios ordinarios de santidad; ahora, el mismo Dios era su maestro; bajo su influencia directa Liduina fue introducida en los misterios de la contemplación sobrenatural. 
Liduina, poseída por lo divino. 
Tenía veinte y siete años de edad y catorce años de enfermedad. Fue entonces cuando a partir de este momento aparecieron en Ella unas particularidades “maravillosas” que acompañaron siempre sus visiones y éxtasis. Brugman y Thomas a Kempis nos la representan tumbada sobre su litera de paja, inmóvil durante horas, insensible a todo su entorno, sin ver ni oír, sin resentir nada, todos sus sentidos como apagados. 
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Su respiración parecía como parada; y otras veces al contrario, estaba acelerada, sofocada. Sus labios, normalmente cerrados, se abrían  entonces para rezar o sonreír, mientras que los ojos, habitualmente abiertos, parecían fijarse en escenas encantadoras o en seres invisibles que le sonreían o le hablaban. Su cara resplandecía, como iluminada, con expresiones angelicales. Muchas veces un reflejo de luz encantador envolvía su cabeza, otras veces un gran resplandor envolvía la cama y hasta el cuarto entero de la pobre enferma, dando la impresión a sus familiares y vecinos – hasta que se familiarizaron con estos fenómenos extraordinarios – que se originaba un incendio. 
¿Fue Liduina portadora de estigmitas? Lo dudamos, aunque Brugman lo afirma en la Vita Posterior, cuya autoridad histórica es menos segura, y no compensa en absoluto el silencio guardado, sobre un hecho de esta importancia, en la Vita Prior y la Vida de Liduina escrita por Thomas a Kempis. Por el contrario, el milagro más grande aún, el de la bilocación, parece haberse producido varias veces. También, algunas veces Liduina estaba como alzada, y quedaba suspendida en el vacío encima de su cama. (Nota: Thomas a Kempis no lo menciona, aunque es posible que Brugman lo haga.) 
¿Y qué hacía, qué veía durante estos momentos extraordinarios?  Una vez que volvía en sí, los historiadores de la Santa nos cuentan las apariciones de las cuales Ella disfrutaba, las visitas que recibía del Niño Jesús, de Jesús Crucificado, de Jesús Sagrada Forma; las conversaciones que mantenía con su Ángel de la Guarda, los viajes que Ella hacía en su compañía a los santuarios de Roma y de Tierra Santa, y más, en las regiones celestiales, a través campos magníficos donde rosas y lis crecían en tanta abundancia – precisa Brugman – que el Ángel debía portarla en brazos. Otras veces sus desplazamientos empezaban por una visita a la iglesia parroquial de Schiedam y a la muy querida estatua de la Virgen María. Algunas veces se contentaba por visitar algún monasterio cercano, en su capilla, a su dormitorio, donde – dice el historiador – veía a los ángeles guardianes de los Hermanos dormidos, montar guardia junto a sus camas. 
En el Calvario ayudaba Jesús a llevar su cruz, estaba crucificada junto a Él y moría con Él en el más abandono y desprecio. En el Purgatorio, veía en pozos de fuego y azufre a almas que conocía implorándola y a quienes 
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prometía de acelerar su liberación con sus rezos y con un aditivo de sus propios sufrimientos. En el Cielo, estaba autorizada a cantar Aleluyas con ángeles y santos; un tal día fue coronada de la mano de María y encargó a su confesor de llevar esta corona en la iglesia parroquial y dejarla sobre la cabeza de la estatua milagrosa, delante la cual había tan rezado cuando Ella estaba joven y llena de salud. Tal otro día – cuenta Brugman – su ángel le regaló un bastón maravilloso y perfumado para reemplazar el que hasta ahora le servía para abrir y cerrar las cortinas de su cama. 
En los días de sus fiestas, veía San Ambrosio o San Agustín, San Jerónimo o San Gregorio y el seráfico padre San Francisco dejar sus asientos para venir conversar con Ella. Tres o cuatro años antes de su muerte, en el día de la conversión de San Pablo, vio al gran Apóstol en toda su gloria, cubierto de un manto de oro y piedras preciosas. Otras veces, mejor todavía. Veía entrar en su casa al Señor, rodeado de una llamativa comitiva de ángeles y santos. Se paraba delante su cama, se sentaba en la mesa de su modesto cuarto y ofrecía a Liduina una comida reconfortante y celestial. Tal otra noche, cuanta Brugman, vio en una luz resplandeciente como la del sol, una larga procesión de santos, detrás de cruces y antorchas. Los Patriarcas iban en cabeza, luego venían los profetas, los Apóstoles, los Confesores, las Vírgenes, Sacerdotes y laicos. La procesión salía de la iglesia de Schiedam y se dirigía a la casa de la vidente para hacerse cargo de un ataúd; la Santa comprendió que Dios pronto iba a pedirle el sacrificio de su sobrina Petronila
La  opinión crítica de Meuffels. 
No vamos a seguir los historiadores de la Santa en todos los detalles y todos los relatos de estos hechos maravillosos. Es posible que más de una vez Brugman y Thomas a Kempis hayan hablado de éxtasis y de visiones sobrenaturales, cuando muchas veces se trataba de estos estados excepcionales de los que hablan los maestros de las ciencias experimentales, resaltando sus características extrañas pero siempre en el orden de la naturaleza. Todos los teólogos, a continuación de Santo Thomas de Aquino, nos advierten que la simple alienación de los sentidos no es el éxtasis divino, y que esta misma puede tener connotaciones humanas o diabólicas. Es debida a causas diversas, agudeza de la atención, 
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exceso de dolor, o de alegría, agotamiento de la naturaleza y algunas veces su contrario, o sea exuberancia; combinaciones, mejor investigadas en nuestros tiempos modernos, de la fuerzas de la imaginación, del nerviosismo y de la sensibilidad humana. La observación diaria confirma, a su manera, esta verdad: el niño es ciego y sordo al peligro cuando se fija y persigue a la mariposa, el hombre que sufre o goza al exceso está como atontado. La “salida de los sentidos” puede existir, incluso durante largo tiempo, sin intervención sobrenatural. No obstante, ampliando al máximum la consideración de las causas naturales que podían provocar en Liduina – era y se sentía mujer – unos fenómenos extraordinarios finalmente en el orden de la naturaleza, se podía observar en Ella el carácter específico, según Santo Thomas, de la éxtasis divina: una salida de los sentidos determinada por una intervención directa de Dios que eleva el alma a actos sobrenaturales. Intervención divina, elevación del Ser, que no son contradictorios pero superiores a la naturaleza del alma que está tocada por ellas. Sus facultades no están enturbiadas pero engrandecidas en su campo de acción, perfeccionadas en su modalidad de ejercicio. Estado claramente caracterizado, que los teólogos clasifican automáticamente dentro de las gracias gratuitamente otorgadas y dentro de los poderes del Espíritu Santo. Cuando Liduina abandonaba sus sentidos, su alma acababa de ser cogida por Dios mismo. Normalmente esta “cogida” se hacía de una manera lenta y progresiva; algunas veces se producía de una manera súbita e imperiosa. Pero, “rapto ordinario” o “vuelo del espíritu”, para emplear las palabras consagradas, el éxtasis de Liduina iba siempre acompañado de una verdadera transformación de sus facultades de actuar. Estas ya no eran facultades humanas, se parecían a las del ángel. Su alma parecía haberse escapado del cuerpo; su inteligencia estaba en contemplación de espíritu a espíritu; su voluntad era nada más que amor y deseo de Dios; toda su existencia, en estos momentos, era una imagen de la visión beatífica de la felicidad eterna. Y a pesar de eso estas alegrías alternaban con dolores, inquietudes, provocadas por el ímpetu mismo de este amor. Conoció estas horas de angustia y de abandono cuando el alma, desesperada, lanza el grito de Jesús en la agonía: ¿Dios mío, Dios mío, porque me habéis abandonado?, en esta 
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noche oscura cuando, temiendo de perder su Dios para la eternidad, pide de poder por lo menos amarlo en esta corta vida de locuras de amor, y tal como San Agustín y el seráfico San Francisco de Asís: “¿- De qué manera me amas? – Señor, os amo tanto, que si fuera Dios y Vos Agustín, querría ser Agustín y dejaros ser Dios.” 
Otra característica que sus historiadores hacen resaltar a menudo, es que hasta en sus momentos de encantamiento es consciente de su misión de víctima. Ciertamente gozaba de sus visiones, viendo a Jesús conversar con Ella, o María sonreírle, o a los ángeles admitirla en su compañía y cantar con ellos los cánticos celestiales. Pero inmediatamente después se acordaba de San Pablo queriendo ser anatema para sus hermanos; entonces rezaba, intercedía, pedía la salvación para las almas del Purgatorio, pedía el perdón para los pecadores y se ofrecía a volver rápidamente en este mundo para sufrir más todavía. Cada vez esta petición de Liduina estaba atendida. Sus éxtasis – Brugman y Thomas a Kempis lo confirman con toda seguridad- estaban siempre seguidos de un aumento de sufrimientos agudos. Los aceptaba con normalidad y voluntad, ánimo y alegría, y no con indiferencia sino sin jamás cansarse de ello. Estaba adicta al sufrimiento. Benedicto XIV da a Liduina el nombre de “Virgen excelente”, “inclytae Virginis”, en su inmortal obra donde trata de los dolores aceptados por los Servidores de Dios en su honor, y se convenció por esta sed que tenía la Santa de la cruz, de una de las características del verdadero heroísmo que señala a los Santos y Martirios. 
No nos sorprendemos entonces, después de eso, que Liduina haya empleado para contar sus visiones el lenguaje de su época y de las personas de su humilde condición. El Paraíso, que visita, es, según sus dichos y según la fiel pluma de sus historiadores, lo que ha sido siempre y lo que será siempre para las almas simples e inocentes: un lugar de delicias, con hermosos jardines y flores perfumadas, con arboledas cargadas de frutas, con pájaros y becerros, con hermosas fuentes y lagos con peces de oro, con riachuelos de agua cristalina y ríos majestuosos, con castillos y palacios donde se imponen el mármol y el oro; en fin, un lugar de toda riqueza y belleza cubierto por un firmamento más estrellado que el nuestro, e iluminado por un sol más luminoso aún. Faltan a esta 
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descripción “las altas montañas y los verdes prados”.  Pero no entraron en la imaginación de esta niña de los Países-Bajos, que nunca pudo viajar.  Bien diferente será, cuando hablan del Paraíso, el lenguaje del docto o del poeta cristiano. Al salir de sus meditaciones de las grandezas divinas, San Agustín y Santo Thomas de Aquino, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz escribieron páginas admirables de doctrina y de piedad; mientras que para Dante, Calderón y Vondel, el compatriota de Liduina, sus emociones son acentos sublimes de lirismo. En cuanto a Liduina, mujer analfabeta e hija del pueblo, Ella cuenta con simplicidad pero con la tierna inspiración de las almas sencillas, las maravillas que contempló y a propósito de las cuales, como San Pablo, se siente incapaz de describir con precisión la inefable grandeza. Entendemos también que sus historiadores – Brugman sobre todo – hayan enriquecido los relatos de la Santa al interpretarlos. La simplicidad de su lenguaje hace aún más resaltar la sinceridad de sus relatos. Cuando Aristóteles y los grandes Escolásticos, en sus Tratados, San Buenaventura y San Francisco de Sales, en sus libros ascéticos, nos citan aspectos recogidos de la historia natural de sus tiempos, las comparaciones que utilizan nos hacen muchas veces sonreír con su ingenuidad y por el exceso mismo de inexactitudes, sin que por eso el respeto que le debemos a tales maestros y a su enseñanza se vea comprometido. De la misma manera también, el lenguaje gráfico y algunas veces infantil que las maneras y los gustos de la época se imponían a los historiadores de nuestra Santa, no perturba en nada la confianza que les debemos respecto al lado sobrenatural de la vida de Liduina. A parte de eso los Bolandistas nos advierten a menudo que su tarea se limita a publicar y a criticar los documentos y no hacerse responsables de las verdades de los acontecimientos relatados en ellos. Hablando de los casos de bilocación de Liduina, el comentarista sale de su reserva de costumbre y concluye en una nota personal: “Aquí tenemos un solo y mismo cuerpo que se encuentra en su casa, vivo y enfermo, deforme, sin apenas sentidos, y que se encuentra también en otros lugares. Esto va más allá de nuestra inteligencia pero no de nuestra Fe. Esta nos suele enseñar que en los Santos muchos acontecimientos están por encima de la naturaleza, y creemos en ello con una respetuosa 
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admiración.” 
En efecto, lo sobrenatural abunda no solamente en los Evangelios y en los anales de la Iglesia antigua pero también en la historia de muchos santos personajes que vivieron más cerca de nosotros y cuyas hazañas han podido ser controladas lo más minuciosamente posible bajo críticas las más exigentes. (Nota: Meuffels cita los nombres del cura de Ars, de Catherine Emmerich, de Louise Lateau y San Vicente de Pablo. Podemos estudiar estos casos citados en Internet.) La posibilidad, la realidad de muchos acontecimientos sobrenaturales son negados únicamente por una ciencia ciega e incompleta. Para nosotros no hay duda. En el juicio que podemos emitir sobre los milagros y las visiones de Liduina, confiamos plenamente en la prudente sabiduría de la Iglesia. No la vemos comprometer su autoridad infalible en la apreciación de lo particular y del detalle de estos dones extraordinarios. Hacemos también notar que la Iglesia ha siempre criticado y si era necesario, condenado todos aquellos que quieren imponer límites a la acción de Dios sobre la criatura y que someten a la mezquina conveniencia de la razón humana su Toda Potencia y su Bondad. Ningún error es posible en cuanto a la realidad del conjunto de los hechos relatados en la Vida de santa Liduina. Desde la época cuando la reputación de sus sufrimientos y visiones se habían extendido a lo lejos, el cuarto de la enferma se había convertido en una plaza pública donde todo ocurría sin tapujos. Era un movimiento continuo de visitantes, motivados en su mayoría por una sincera admiración, pero muchas veces también por una mera curiosidad escéptica y por un deseo, a penas disimulado, de vigilancia desconfiada y de burla. Más estudiamos los documentos de esta historia, más la vida de esta extática nos aparece como llena de verdaderos e indiscutibles acontecimientos sobrenaturales. Ya en vida, Liduina entró en la leyenda. Ante la cantidad y la evidencia de estos acontecimientos extraordinarios, los conciudadanos y los numerosos visitantes de la Santa acabaron por crear alrededor de su persona una verdadera atmósfera milagrosa donde las inevitables exageraciones populares iban por delante de toda una trama de hechos reales y comprobados. 
En cuanto a Liduina misma, esos favores divinos extraordinarios ya no la 
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sorprendían: los esperaba y se preparaba a ello; sufría cruelmente cuando algunas veces Dios se demoraba, y los saboreaba más aún cuando Dios se los devolvía. Para Ella, eran hechos naturales y familiares. Eran para la pobre crucificada la compensación celestial a sus intolerables sufrimientos, el bálsamo exquisito que el Bien Amado él mismo le dispensaba sobre sus llagas que sangraban únicamente por las culpas de los demás. 
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